La pregunta es mucho más profunda de lo que parece
Hay preguntas que parecen simples, pero esconden bastante más de lo que dicen. Y una de ellas es esta: ¿por qué jugamos retro?
¿Por qué, teniendo miles de títulos nuevos, mundos inmensos, gráficos que parecen cine y consolas que hacen magia, seguimos volviendo —una y otra vez— a juegos de hace 20, 30 o 40 años?
La respuesta fácil sería: nostalgia.
Pero la nostalgia no explica todo.
Por Matías Guala (@matias_guala)

También podés escuchar este episodio en su versión podcastera:
La nostalgia no explica por qué pagamos fortunas por una consola usada, por un cartucho que apenas corre o por un joystick que cruje cuando lo apretamos.
No explica por qué dedicamos noches enteras a configurar emuladores que después usamos diez minutos.
No explica por qué, cada vez que escuchamos el “SEGA” o vemos el logo de PlayStation hacer su whoooom, algo adentro nuestro se acomoda.
Tal vez sea porque, sin darnos cuenta, cada vez que volvemos a un juego viejo estamos intentando volver a una versión más pura de nosotros mismos. No buscamos recuperar un título: buscamos recuperar una sensación. Esa magia que de chicos no sabíamos poner en palabras, pero que hoy entendemos como calma, pertenencia o simple felicidad.
Volver al retro es, muchas veces, una forma silenciosa de decirnos:
“Todavía queda algo de esa simpleza adentro mío.”
Un viaje hacia adentro
Para quienes ya pasamos los 30 —y por bastante, en algunos casos— el gaming retro no es un hobby: es un viaje interior.
En una época donde las obligaciones se acumulan, donde todo es urgente y el tiempo libre se volvió un lujo, jugar retro funciona como un puente hacia otra versión nuestra: ese chico sin rutinas, sin relojes, sin mails que contestar y sin tarjetas que pagar.
Ese chico que, con una chocolatada y un par de galletitas después de la escuela, se sentaba frente a una tele que hoy nos parecería microscópica y tenía el mundo entero en sus manos.
Ese chico que en las pijamadas jugaba con el volumen al mínimo para que los padres no lo escucharan.
Ese chico que creía que la vida era infinita.
Y ahí aparece la verdad incómoda: ese chico todavía está.
Lo tapamos con recibos de sueldo, reuniones y responsabilidades, pero sigue ahí.
Jugar retro es una ventana breve hacia él. No para vivir en el pasado, sino para recuperar un poco del cariño que nos teníamos cuando no sabíamos que el tiempo corría tan rápido.
La nostalgia tiene un límite (y un precio altísimo)
Podés comprar la consola exacta que tuviste.
Podés conseguir un cartucho sellado.
Podés comprar un joystick igual al que tocaste a los 8 años.
Podés poner la tele en modo CRT.
Pero esa primera vez no vuelve.
No vuelve la tarde que enchufaste la consola.
No vuelve el olor del living.
No vuelve la voz de tu vieja llamando para cenar.
No vuelve esa mezcla de sorpresa y felicidad que solo existe en la infancia.
No vuelve ese mundo que te rodeaba, muy distinto al de hoy.
Y, aun así, está bien que no vuelva.
Porque jugar retro no es un acto arqueológico:
es un acto emocional.
Aceptar que esa primera vez es irrepetible nos libera.
Ya no buscamos replicar exactamente lo que fue: buscamos honrarlo.
Volvemos a esos juegos para agradecer lo que nos dieron, para reencontrarnos con una emoción que cambió, creció y hoy existe de otra forma: más adulta, más consciente, más nuestra.
El refugio
Cuando éramos chicos, jugar era un refugio.
Nos aislaba del ruido de la casa, de las peleas, de la plata que no alcanzaba, de silencios incómodos que no entendíamos pero sentíamos igual.
Mientras el cartucho cargaba, el mundo se hacía soportable.
Ese joystick era un salvavidas emocional.
Hoy, cuando volvemos al retro, no buscamos el juego: buscamos ese escudo.
Buscamos esa sensación de protección.
Y aunque ya no se recupere del todo, cada intento vale la pena.
Jugar retro nos devuelve una vulnerabilidad hermosa:
cuando el mundo entraba en una pantalla de 14 pulgadas y los problemas parecían pausarse mientras sonaba un MIDI de fondo.
Jugar retro en Argentina es caro
No hay mucha vuelta: es caro.
Las consolas originales valen oro.
Los cartuchos, ni hablar.
Los joysticks funcionan o no según el humor del día.
Por eso muchos terminamos en los emuladores: esa ingeniería de fans que viene preservando la memoria del gaming desde los 90.
Todos sabemos lo que es un emulador, pero vale recordarlo:
gracias a ellos no perdimos juegos para siempre.
Y está ese ritual tan nuestro:
Configurar 50 minutos para jugar 10.
Probar shaders, asignar teclas, corregir latencias, buscar BIOS imposibles, cambiar mil opciones.
Todo para jugar cinco minutos al Snow Bros mientras se calienta la pava.
Pero ese ritual también es parte del encanto.
Es nuestro modo adulto de cuidar al chico que fuimos.
Cada ajuste técnico, cada joystick chino que probamos, cada shader nuevo es una caricia a la memoria: como limpiar una foto vieja para verla mejor.
Los emuladores son nuestra manera de decir:
“No quiero olvidar esto.”
Volver para encontrarnos
Buscar ese pedazo de infancia, aun sabiendo que no lo vamos a encontrar del todo, nos mantiene vivos.
Porque ese chico sigue ahí, esperando que lo visitemos.
Y no importa si jugás en una consola carísima, con un joystick genérico o en el celular antes de dormir.
Lo importante no es cómo jugás.
Lo importante es que jugás.
Que buscás.
Que volvés.
Porque en ese volver, sin darnos cuenta, también nos encontramos.
Jugar retro es un acto de amor propio.
Un recordatorio de que todavía sabemos emocionarnos con lo simple, de que podemos darnos un rato para nosotros sin culpa.
De que seguimos siendo humanos, incluso en un mundo que nos pide ser cada día más máquinas.
***
Si te gustó esta nota, recomendala a tus amigos. ¡Y recordá que podés apoyar a Espacio TEC subscribiéndose al Club Pixel o aportando con un cafecito!
Matías Guala (@matias_guala)

Te felicito Matías por esto. Hermosa esa reflexión y ese modo de ver. Gracias