Por Matías Guala (@matias_guala)

Hubo un tiempo en el que la tecnología no llegaba en cajas minimalistas ni se actualizaba sola durante la noche.
Llegaba envuelta en papel de regalo.
A veces mal envuelta.
A veces con el moño torcido.
Pero llegaba.
Para muchos de nosotros, las primeras fiestas vinculadas a la tecnología no tuvieron nada que ver con especificaciones técnicas, benchmarks o comparativas en YouTube. No existían los gameplays, no existían las reseñas, no existía un catálogo infinito esperando a un clic de distancia.
Existía la espera.
La ilusión.
Y una lista mental de deseos que se repetía como un mantra semanas antes de Navidad o Reyes.
Una Family.
Una Sega.
Un walkman.
Un discman.
Un joystick más para jugar de a dos.
No sabíamos exactamente qué íbamos a recibir.
Pero sabíamos lo que queríamos recibir.
Y muchas veces no era eso.
Pedías la Sega… y llegaba la Family.
Pedías el Mario… y te traían el Mapy.
Ese cartucho de “100.000 juegos” que, al poco tiempo, descubrías que eran diez juegos repetidos con distintos números.
Y aun así… era una fiesta.
Porque en ese momento no importaba demasiado si era original, si era clon, si corría a 60 cuadros por segundo o si el audio sonaba inentendible. Importaba que había algo nuevo. Algo que se conectaba a la tele. Algo que hacía ruidos distintos a los de siempre.
Importaba sentarse en el piso.
Esperar que alguien encontrara el canal correcto.
Soplar el cartucho (aunque no sirviera).
Probar, descubrir, aprender a fuerza de pifiadas.
El primer Mario, la primera Family
Tenía ocho años cuando recibí mi primera Family Game.
Todavía recuerdo con claridad ese momento: ver por primera vez en mi tele al Mario que tantas veces había visto de a ratos en la casa de Juanmi, mi amigo de la cuadra.
Jugábamos hasta que la madre decía “salgan un rato afuera y dejen ese aparato”,
o hasta que el transformador de la consola empezaba a largar ese olor inconfundible a quemado, señal universal de que había que apagar y que hoy significaría un llamado a los bomberos, pero que en su momento resolviamos con un “Huuu está re caliente, desenchufá por las dudas”.
Lo que yo no veía en ese momento —porque tenía ocho años y solo quería jugar— era todo lo que había detrás.
Mi mamá había logrado comprar esa consola cuando su sueldo de docente era de 200 pesos.
No sabía de clones, ni de marcas, ni de generaciones.
Sabía que su hijo quería eso.
Y con eso, le alcanzaba.
La Sega que llegó… pero no arrancó
Unos años más tarde, ya más grande, alrededor de los doce, llegó otro momento histórico.
Mi tía envió desde Estados Unidos la tan ansiada Sega Genesis.
En ese momento, salté de emoción leyendo la caja “Wow, 16 bits” (aunque no tenía la más remota idea de lo que eso significaba),
Venía con Sonic 3.
Con su cartucho original en caja precintada
Con una portada que parecía haber sido pintada por el mismísimo Vincent van Gogh.
Era perfecta.
O casi.
Porque cuando intenté encenderla, descubrí un pequeño detalle técnico que nadie había contemplado: la fuente de alimentación no era compatible con Argentina.
La Sega estaba ahí.
Hermosa.
Intocable.
Pasaron casi tres meses hasta poder adaptarla y usarla.
Parece que la vida, desde chico, ya me estaba enseñando algo:
que muchas cosas valen la pena…
pero no siempre llegan cuando uno quiere.
Una lección que, dicho sea de paso, sigo intentando aprender.
Cuando no había tutoriales, pero había tiempo
No había tutoriales en YouTube.
No había guías paso a paso.
No había parches día uno.
Aprendíamos jugando.
Probando.
Perdiendo.
Un juego podía durar meses. A veces años.
No porque fuera largo, sino porque era el único.
Y eso también era parte del ritual.
Exprimir cada pantalla.
Repetir el mismo nivel.
Compartir secretos en el colegio.
Descubrir algo “nuevo” que otro ya había visto, pero igual celebrarlo como si fuera un hallazgo histórico.
La tecnología era limitada, sí.
Pero el tiempo no.
Lo que no veíamos cuando éramos chicos
Con los años, algo cambia.
Hoy podemos comprarnos la consola que queremos.
El juego que queremos.
Cuando queremos.
Y, sin embargo, algo de esa magia ya no está.
No porque la tecnología haya empeorado —al contrario—, sino porque ahora vemos lo que antes no veíamos.
El esfuerzo.
Ese regalo no aparecía solo debajo del árbol.
Había alguien atrás.
Un padre.
Una madre.
Un abuelo.
Un tío.
Alguien que, muchas veces, no entendía del todo qué estaba comprando.
Que preguntaba en el local.
Que confiaba en el vendedor.
Que elegía con la mejor intención posible.
Y nosotros, chicos, celebrábamos el objeto.
La consola.
El jueguito.
El aparato.
Sin entender que el verdadero regalo no era la tecnología, sino el gesto.
Cuando te toca estar del otro lado
Hay un momento en la adultez en el que la ficha cae.
No de golpe.
De a poco.
Cuando te das un gusto propio y sentís el peso en la tarjeta.
Cuando comprás algo para un hijo, un sobrino, un ahijado.
Cuando elegís ese regalo porque sabés que va a generar una sonrisa.
Ahí entendés.
Entendés que nunca fue fácil.
Que nunca fue barato.
Que siempre fue un esfuerzo.
Y que, sin saberlo, esos momentos frente a una tele, una consola o un aparato “precario” estaban cargados de algo mucho más valioso que la tecnología misma: tiempo compartido.
Presencia.
Cariño.
Intención.
El verdadero regalo
Hoy la tecnología es más poderosa que nunca.
Más accesible.
Más inmediata.
Hoy podés pagar una suscripción y descargar cientos de juegos en minutos.
Podés comprar un título recién salido apretando tres veces la X.
Podés tener bibliotecas enteras sin levantarte del sillón.
Todo está ahí.
Al alcance de un clic.
O de una suscripción activa.
Y, sin embargo, algo de esa magia ya no está.
No porque la tecnología haya empeorado —al contrario—, sino porque ahora vemos lo que antes no veíamos.
Porque quizás el verdadero lujo siga siendo el mismo de siempre, aunque la tecnología haya evolucionado:
tener a alguien que quiera verte feliz.
Tal vez por eso, cuando miramos para atrás, no recordamos solo el juego.
Recordamos quién estaba ahí.
Quién nos lo dio.
Quién se sentó a mirar.
Quién preguntó “¿y eso de qué se trata?”.
Y entendemos, al fin, que el regalo nunca fue solo la tecnología.
Fue el momento.
Fue la persona.
Fue el amor envuelto en papel de colores.
Por eso, en este último artículo del año para este hermoso museo tecnológico que es EspacioTec —y lejos de querer sonar a libro de autoayuda— el deseo es simple:
Ojalá podamos, aunque sea por un ratito, dejar los regalos de lado.
Apartar la vista del celular.
Y sacarle todo el provecho posible al disfrute de la compañía con quien nos toque brindar.
Porque no hay realidad virtual que supere a la misma realidad.
Que tengan todos unas Felices fiestas. 🎄✨
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